
Bueno, eran juguetes: los niños jugaban con ellos, creaban historias, mundos propios… El Funko no es ni siquiera un juguete. Esta diseñado únicamente para su colección, para satisfacer con vacío el vacío de una generación. (Scire)
Exacto, coincido con lo que escribió Scire: estos engendros de plástico no son juguetes en el sentido de una galaxia de lo imaginario que lleve al play (juego sin reglas, mera imaginación) o al game (juego con reglas y con procesos).
Tampoco son una galaxia de lo imaginario en cuanto a MELANCOLÍA, pues no son viejos o recuperan algo sustantivo del pasado: La melancolía no como tristeza, sino como un regreso para encontrarse con la antigua nobleza, para encontrarse con un sentimiento estético que nos permita elevar el espíritu y prepararnos para enfrentar un nuevo porvenir.
ERGO. Los Funko- POP NO no tienen ningún valor en cuanto a imaginación o a nostalgia, son sólo productos en masa que se roban el pasado, lo reacondicionan a una nueva forma comercial de coleccionismo (dictado por las empresas, no por el simbolismo del fan verdadero) y lo lanzan con un crazy publicitario (Lizama)
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Como han puesto de relieve los inquietantes vídeos que circulan en redes sociales sobre los asistentes a la Comic Con de Málaga hay una imagen que define nuestro tiempo: un hombre de cuarenta y tantos, con camiseta de superhéroes con holgura en el horizonte de sucesos de su perímetro corporal, esperando pacientemente para comprar un Funko Pop «exclusivo» de edición limitada. No es una parodia. Es la tragedia real de nuestra época: la muerte del deseo transformada en coleccionismo preadolescente.
La psicología de estos cuarentones funko-fílicos que portan mochilas infantiles revela una patología particularmente occidental: la incapacidad de afrontar la temporalidad del propio envejecimiento. Estos señores que se constituyen como una hibridación entre Torrente y el botones Sacarino ponen de manifiesto que han sido víctimas de lo que Derrida llama la «metaphysics of presence» en el sentido que buscan una presencia esencial en objetos que son puro signo, pura ausencia. El Funko de Darth Vader no es Darth Vader; es un signo vacío que apunta a otro signo vacío en una regresión infinita de significados diferidos.
El capitalismo tardío ha logrado lo que el puritanismo nunca pudo: convertir a hombres adultos en niños permanentes con tarjeta de crédito. Como diría Guattari, han sido completamente capturados por «universos de capitalización» que transforman hasta el más mínimo deseo en oportunidad de mercado. Estos hombres no coleccionan Funkos; coleccionan la aprobación fantasmal de un Otro imaginario que jamás les concederá la legitimidad que buscan. Es el síntoma perfecto de nuestra época: la búsqueda interminable de validación a través de la posesión de objetos dentro de una subcultura sin sustancia que ellos mismos han ayudado a crear. Es difícil aceptar que en lo alto de la pirámide de Maslow se encuentra la muerte del sujeto moderno.

Es cierto que tampoco es que haya muchas opciones mejores: runners, criptobros, veganos, workaholics… cada tribu urbana contemporánea arrastra su propio esperpento. El runner cree que el maratón de Nueva York sustituye a la Ilíada; el vegano considera que renunciar al queso de cabra es un sacrificio homérico digno de Esquilo; el workaholic confunde el Excel con la Divina Comedia. En este paisaje, el cuarentón funko-fílico no es un error aislado, sino una variante más del zoo antropológico en que nos hemos convertido.
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