«Recuerda los buenos tiempos», un cuento sobre distopías y revoluciones tecnológicas

«Su juicio estaba programado para dentro de 10 minutos. En estos tiempos todo ocurre con mucha velocidad. La “ciberdemocracia” no se detiene mucho para pensar y está hambrienta.»

Javier tenía cinco minutos de haber llegado a las galeras y hacía sólo 20 que había publicado un mensaje en un supuesto foro anónimo donde se juntaban algunos disidentes como él: gente sin mucho que hacer y bastante sentido común.

Su juicio estaba programado para dentro de 10 minutos. En estos tiempos todo ocurre con mucha velocidad. La “ciberdemocracia” no se detiene mucho para pensar y está hambrienta. Necesita de esos 144 juicios rutinarios en los que los ciudadanos, aquellos ya no con derecho a votar sino con acceso a una conexión a internet y cuentas en redes sociales, otorgan likes o se callan ante los delincuentes que les presentan.

Algunas veces, en los mejores casos para los ciudadanos que observan a través de sus pantallas, los juicios terminan en ejecuciones transmitidas en tiempo real. Quienes tienen más recursos acceden a las mismas con mejores y más rápidas conexiones, con suficiente poder para ver todo en Súper HD.

—Así que no se pierden de nada —Se dijo a sí mismo Javier.

—Hasta la última gota de sudor y de sangre. Se dice que las cámaras más rápidas de Súper HD captan eso y más. Si te cagas de miedo casi transmiten el olor. —Le dijo Joaquín, su compañero de celda y quien había estado observándolo desde que llegó.

Hacía apenas nos años que el mundo había atravesado la última gran guerra y tras la que los entonces verdaderos líderes mundiales —los dueños de corporaciones multinacionales— habían entendido que las victorias reales se daban sin necesidad de grandes batallas, sino a través del control ideológico de la población.

Era una especie de aturdimiento que se daba mediante un aparato que funcionaba gracias a la producción tecnológica, acelerada por guerras previas. La gran enseñanza de todos estos conflictos fue que todo se desarrollaba en torno a la velocidad.

En siglos anteriores, quienes podían producir a grandes velocidades obtenían mayor riqueza y por consecuencia mayor poder. En tiempos actuales el verdadero poder transitó a quienes podían transmitir y operar con mayor velocidad.

Los juicios inmediatos comenzaron a surgir en las redes sociales. Bastaba con que alguien comenzara un rumor a través de mensajes jibarizados —poca información, muy visual y con argumentos más emotivos que razonados— para que la gente comenzara a repudiar.

Si juntabas los suficientes comentarios negativos era seguro que irías a prisión y si te convertías en tendencia era casi seguro que serías enjuiciado y, muy probablemente, ejecutado en una transmisión en vivo a través de Periscope o de Facebook Live.

—Vaya lio en el que me he metido, hasta gente en Armenia pidió mi cabeza —dijo Javier a manera de respuesta.

Esto último lo hizo pensar en que la red efectivamente hizo una sociedad globalizada, pero no todo lo que trajo fue bueno. Ahora era más fácil controlar a todo mundo, pues ya no tenías que perseguir a todas las gallinas, sino que ahora todas estaban dentro de un corral.

Pensar así fue lo que lo trajo a este lugar. Hacía menos de media hora que había transcrito parte de un libro en el que un viejo urbanista francés era entrevistado sobre los avances tecnológicos y cómo estos debían ser criticados como parte de un proceso de mejora y apropiación.

Hacía tiempo que Javier también había comenzado a preguntarse qué tan benéficos eran los avances tecnológicos que eran adaptados con velocidad y sin hacer muchas preguntas. Se lo preguntaba porque justo eso es lo que había llevado a la desaparición gubernamental.

—Todo siempre ha funcionado así, desde que los geniecillos que llevan el mundo vieron que era más fácil manipular a la gente a control remoto. ¡Lo peor de todo es que ellos lo aceptan con gusto! —le contestó su compañero de celda.

Sí, todo siempre ha funcionado así y con la tecnología sólo se volvió más rápido. Pensó Javier, quien recordaba al urbanista francés. El tipo había vivido un par de guerras y advertía como estos cambios sin razonamiento devendrían en un verdadero problema

Decía, por ejemplo, que después de varias guerras el crecimiento tecnológico se aceleró por el temor de otro gran conflicto y que no se estuviera preparado para afrontarlo. Así llegaron los satélites, la vigilancia remota y las redes sociales que fueron aceptadas disfrazadas con la promesa de pertenecer a una comunidad. Sentirse más cerca, aunque en realidad se estuviera más lejos.

Javier lo había observado durante los últimos años: a través de la manipulación tecnológica, las grandes corporaciones comenzaron a meter productos culturales que eran bienvenidos por los usuarios desde casa.

Después de los productos ya no vieron necesaria la presencia de un gobierno, ahora todo se maneja por internet. Cuando alguien estorba, basta con exponerlo y azuzar a la masa cibernética contra el obstáculo.

—Por clamor popular o cibernético. ¡Bah! Todo es la misma mierda— le contestó Javier.

La bondad de este nuevo modelo de comunicación —o más bien desinformación—, por lo menos para las transnacionales, era que nadie se hacía responsable por los linchamientos, los rumores siempre eran anónimos y difíciles de rastrear y, finalmente, a nadie le importaba hacerlo.

El post de Javier, y que le ganó ser enjuiciado y más de 20 millones de comentarios negativos en apenas unos minutos, era más bien un escrito largo de esos que ya no se hacen y que a la gente de ahora le cuesta entender. Decidió que fuera así, en un intento de rescatar lo perdido, porque una idea sólo se combate con otra idea. Cuando se crea algo, se pierde otra cosa, recordó del texto de Paul Virilio.

Además de la transcripción, su idea era hacer un recuento histórico de cómo los avances tecnológicos habían servido también para manipular y cómo sólo hasta que se les criticó y analizó fue que se convirtieron en verdaderos avances.

Recordó el inicio de la cronopolítica, cuando la gente comenzó a abandonar el campo para convertirse en proletarios, pues querían estar cerca de los centros de trabajo. También el inicio de la teleobjetividad y cómo, otra vez la velocidad, permite ver las cosas de manera distinta, pero que hasta eso hay que analizar.

—Pensar así es lo que te tiene en este embrollo —le dijo Joaquín.

—No pasa nada. Dentro de lo que escribí está mi salvación —dijo Javier sin que Joaquín lograse entenderlo antes de que se lo llevaran los guardas para que fuera enjuiciado públicamente.

—¡Recuerda los buenos tiempos! —le gritó Joaquín mientras se lo llevaban.

—“La salvación está al borde del precipicio” —se dijo a sí mismo Javier recordando la frase de Paul Virilio parafraseando a Friedrich Hölderin.

La salvación que esperaba era que quienes decidirían si futuro se dieran cuenta de que todo esto era un reverendo disparate.

FIN.

Fuente: Iván Ramírez Villatoro (SUAED-UNAM)

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